Acostumbro a
cambiar de fondo de pantalla. Semanalmente, diría yo. Por eso no suelo colgar los cuadros en casa. Viven apoyados
. Si
tuviera que masillar y pintar después de cada permuta entre muros,
no me daría tiempo a hacer cosas fundamentales. Como ducharme. Y,
ante tal disyuntiva, evito la broca.
Hoy he vuelto a cambiar de fondo. Disfruto ahora de veintiuna jóvenes Elizabeth Taylor
clonadas. Veintiuna Liz con vestido de novia, transparencias, triple
cuello, velo y talla de avispa. Parece cándida. Parece. ¿Por qué Liz? Ni idea. No le tengo especial admiración. Respeto, sí. Creo que simplemente me ha gustado lo que veía. El caso es que el fondo azul hace
que parezca un icóno, suerte de muñeca rusa o estampa naïf. Ya casi de noche recuerdo que es catorce de febrero. Y que Liz
era anglosajona. Está claro. Ha venido a hablarme de
amor. Porque si hay una persona que haya repartido amor en este
mundo, ésa es Liz.
Ella me dice ven y
lo dejo todo. Hoy no hay cena, no hay baño, no hay conversaciones ni
cartas por abrir. No hay películas, no hay distracciones ni cenas
románticas. La Taylor no llama cada día a la puerta de una para
instruirle sobre los misterios del querer. Hoy soy toda oídos.
Ocho bodas. Siete
maridos. Estaba llena de amor- me dice- y como un sólo
hombre no reunía todo lo que yo necesitaba, he ido
construyendo a mi hombre ideal con el tiempo. Con pinceladas de los
siete. Bueno, éso sólo lo he visto al final, admite. Pues vaya,
pienso yo, no está mal, en vez de quejarte eternamente de lo que uno
no tiene, ir completándolo está bien visto. Hay que ser constructivo. Una vez aclarada la piedra angular de su vida amorosa, abordamos temas más triviales para relajar el
ambiente. Y es que la proyección de tener que hacer un patchwork de
hombres para alcanzar la felicidad me ha dejado un tanto helada. Qué ilusa yo con mi modelo singular.
Para restablecer la armonía, Liz me cuenta que el vestido que lleva en la imagen de mi pantalla
no es de ninguna de sus bodas. Y repasamos los suyos uno a uno. Aunque tengo dificultades para obviar sus chándales de los últimos años, reconozco
que cada vestido responde a una época y que hay una progresión para bien
con alguna excepción (cuarta y sexta boda), siempre que anulemos de pleno
derecho la
traca final en
Neverland. Descontando el último,
siete trajes. Como Camps. Tras un ratito piropeándonos y despidiéndonos pienso que
debería tomarme en serio lo del
patchwork. Aunque sólo sea por no
tener que decidirme por un único vestido. Si no logro quedarme ni con un fondo de pantalla.