Un día cualquiera alguien te dice vete, vete de mi habitación, mamá. Todo parece normal, pero tu cabeza hace de repente algunas sumas, raíces cuadradas y una última operación y concluye que no es posible. No salen las cuentas ¿Cómo en 27 meses se puede pasar de embrión a adolescente? Esa misma tarde se confirma la pubertad. Tras una larga siesta llegan dos déjame y un yo solo. Sólo falta el acné. ¡Pero si aquí la adolescente tardía era yo! Esto va más deprisa que previsto.
29.2.12
15.2.12
18. Lo dice Liz
Acostumbro a cambiar de fondo de pantalla. Semanalmente, diría yo. Por eso no suelo colgar los cuadros en casa. Viven apoyados. Si
tuviera que masillar y pintar después de cada permuta entre muros,
no me daría tiempo a hacer cosas fundamentales. Como ducharme. Y,
ante tal disyuntiva, evito la broca.
Hoy he vuelto a cambiar de fondo. Disfruto ahora de veintiuna jóvenes Elizabeth Taylor
clonadas. Veintiuna Liz con vestido de novia, transparencias, triple
cuello, velo y talla de avispa. Parece cándida. Parece. ¿Por qué Liz? Ni idea. No le tengo especial admiración. Respeto, sí. Creo que simplemente me ha gustado lo que veía. El caso es que el fondo azul hace
que parezca un icóno, suerte de muñeca rusa o estampa naïf. Ya casi de noche recuerdo que es catorce de febrero. Y que Liz
era anglosajona. Está claro. Ha venido a hablarme de
amor. Porque si hay una persona que haya repartido amor en este
mundo, ésa es Liz.
Ella me dice ven y
lo dejo todo. Hoy no hay cena, no hay baño, no hay conversaciones ni
cartas por abrir. No hay películas, no hay distracciones ni cenas
románticas. La Taylor no llama cada día a la puerta de una para
instruirle sobre los misterios del querer. Hoy soy toda oídos.
Ocho bodas. Siete
maridos. Estaba llena de amor- me dice- y como un sólo
hombre no reunía todo lo que yo necesitaba, he ido
construyendo a mi hombre ideal con el tiempo. Con pinceladas de los
siete. Bueno, éso sólo lo he visto al final, admite. Pues vaya,
pienso yo, no está mal, en vez de quejarte eternamente de lo que uno
no tiene, ir completándolo está bien visto. Hay que ser constructivo. Una vez aclarada la piedra angular de su vida amorosa, abordamos temas más triviales para relajar el
ambiente. Y es que la proyección de tener que hacer un patchwork de
hombres para alcanzar la felicidad me ha dejado un tanto helada. Qué ilusa yo con mi modelo singular.
Para restablecer la armonía, Liz me cuenta que el vestido que lleva en la imagen de mi pantalla no es de ninguna de sus bodas. Y repasamos los suyos uno a uno. Aunque tengo dificultades para obviar sus chándales de los últimos años, reconozco que cada vestido responde a una época y que hay una progresión para bien con alguna excepción (cuarta y sexta boda), siempre que anulemos de pleno derecho la traca final en Neverland. Descontando el último, siete trajes. Como Camps. Tras un ratito piropeándonos y despidiéndonos pienso que debería tomarme en serio lo del patchwork. Aunque sólo sea por no tener que decidirme por un único vestido. Si no logro quedarme ni con un fondo de pantalla.
11.2.12
17. Out of order
No es que no quiera
escribir. No escribo, no hablo, no escucho. No hago nada de provecho. Y es que hace algunos días entraron chinches en mi cuerpo. Se colaron a través de un virus
informático y me han estado desprogramando. Mi ADN no estaba
preparado para este ataque virtual y no ha sabido defenderse.
Desde hace algunos días sólo sé hacer click. Click. Click. Click. Click. Este tic es la principal manifestación del virus. Otra secuela es que tu particular banda sonora deja de funcionar. El disco, casete, vinilo- según tu década de nacimiento- se raya, para entendernos. Y por ello, desde hace unos días, dentro de mí, se repite sin cesar dubiduuuu quiero ser como túuuuuu. Ridiculo, ¿eh? Lo sé. Es lo que sonaba cuando desembarcaron los chinches. Para qué engañarnos, es lo que suele sonar. Hubiese preferido a Glenn Gould como hilo musical, pero oye, los virus no se planifican.
Click. Click. Click. Click. Click. Quiero ser como túuuuuu. Mi cerebro ya no es mío. Se encalló en algún lugar, entre tecla y tecla. ¡Vuelve a mí! Nunca te he utilizado demasiado, pero me haces falta. Dubiduuuu. Click. Click. Click. En mi primer intento por recuperar el alma, apago el ordenador. Pero una llamada interna me estampa brutalmente contra el botón más absurdo. Lavadora. Humidificador. Semáforos. Ascensor. Click. Click. Click. Click. Y así, de interruptor en interruptor.
Al ver que la primera tentativa es, si más no, insuficiente, me apunto a yoga. Dubiduuuuu. No a cualquier deporte. Yoga a 40º. Quizá así, en la transición ambiental entre los 40 y los 0 grados, los chinches mueran y el virus me abandone. Además, seguro que ahí no dejaran pulsar nada. No hay teclas. No hay botones. No hay batidoras. No hay nada de nada. Sólo sudor y lágrimas. Quizá así pueda volver a ser humana.
Pero tampoco. La flexibilidad sólo me aporta monstruosas agujetas y una paz momentánea. Dubiduuuuu. Si no fuera por las molestias musculares que el ejercicio ha provocado hasta en mis dedos, estaría tecleando. Seguro. ¿Y esa llamada interna tan potente hacia las teclas? ¿Fe, por fin? ¿Curiosidad exacerbada? ¿Cotilleo frenético? ¿Adicción a secas? Mientras intento analizar el asunto, voy llamando a mi último comodín, el servicio de eliminación de chinches.
7.2.12
16. Voyeurismo
Los
diminutos, nadie sabe dónde están, pequeños seres bondadosos,
están viviendo entre nosotros, pero seguro que no los verás. Yo
los veo. Y no, no tengo alucinaciones ni síndromes de persecución.
En casa, todos los vemos. Nuestros invitados confirman que no hemos
perdido el juicio. No son bien bien diminutos.
Son seres en los que un día te fijas y ya no puedes ignorar nunca
más. Sospecho que se encuentran bien y a sus anchas en el 5º
izquierda. Son estáticos y se colocan en lugares estratégicos.
Tontos no son.
El Robot intenta fundirse cual camaleón con el blanco de la
caldera. Pero no nos engaña. Dotado de una cabeza
muy dura, ojos prominentes y cuatro dientes,
se ha colocado con mucha pericia frente a la
ducha del 5º izquierda, que no frente a la bañera, que él sabe
menos frecuentada. O disfruta de nuestras cantatas matutinas o es un
poco voyeur. Y por el guiño
que nos hace al despertar y por la pésima modulación de nuestras
voces, me decantaría por lo segundo.
El
Fraile es, si cabe, más
descocado. Suponemos que harto de abadías, se instaló un buen día
en el techo de la habitación, aprovechando la aparición de una
gotera. E hizo de los líndes de la humedad su perfil. Es igualito a
Guillermo de Baskerville, mismos rasgos, misma coronilla. Quizá a
Umberto Ecco también se le apareció y al avistarlo cada noche
acabó escribiendo El nombre de la Rosa. He oído que sus novelas
nunca
empezaron a partir de un proyecto, sino de una imagen.
No
se inquieten, no tengo altas aspiraciones. Creo sencillamente que
nuestro querido franciscano se aburría en la abadía y decidió
sustituirla por una habitación con vistas, vistas sobre nuestra
cama.
Y
así es como una familia se convierte en carne de reality
para espectadores singulares. Seguro que no somos la única ¿O sí?
Hoy, playback de la Bambola. Auténtica dislexia entre letra e interpretación. Pero bonita.
1.2.12
15. Terapias textiles
Con
frecuencia mi actitud hacia la ropa es por lo menos desagradecida.
Suelo desear lo que no tengo y olvidar fácilmente lo que poseo. Si
además incurre el desorden entre mis prendas, ojos que no ven,
corazón que no siente. Caen rápidamente en profunda desatención
y completa ignorancia. Debería ser sin duda más considerada.
Debería ser consciente de que los trapos me ahorran fortunas en
terapias. ¿Para qué tratamientos si tienes un armario? Mirándolo
fijamente puedes sonrojarte, sonreír, llorar con desconsuelo,
gimotear por frustración, o volcarte con desenfreno y ordenarlo
cromáticamente. O por texturas. Sentirte orgullosa o vaciarlo y
regalarlo cuando ya no te identificas.
Si
tuviera mucho, mucho dinero compraría mucha ropa muy, muy bonita. O
eso creo. Pero unos ya habituales impulsos hacen que a menudo tenga
una atracción inmediata hacia piezas que, si pensara de forma
sosegada, calificaría sin duda de horteras. Recuerdo esos
calentadores o ese abrigo de falso leopardo que decoran los espacios
más íntimos del 5º izquierda. El tiempo me hace ver la realidad.
Pero en el momento de adquirirlos ahí están y yo los necesito. Por
suerte no suelen ser caros. Por suerte la contradicción se siente
cómoda en estos armarios. Así que mis prendas- bonitas, horteras,
sobrias y kitsch- logran vivir en armonía y aceptan combinarse con
toda naturalidad. Gobierna la tolerancia.
Pero
hoy ha llegado Clemente a mi guardarropa. Como Platero, Clemente es
pequeño, peludo, suave. Pero
tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Pese a la tolerancia textil de la que me vengo jactando, su llegada ha
causado desconcierto en el vestuario. Y es que Clemente es porcino.
PIGs para los que no entienden nada de nada. Ciertas prendas y
algún complemento intransigente, en vez de alegrarse, lo ha mirado
con recelo. Y yo he fruncido el ceño. ¿Acaso no sabe esa ropita mía
que nadie es imprescindible?, ¿que no sólo lo nórdico es
perfecto?, ¿que cualquiera puede caer en el peor de los destierros?
¿Que el sectarismo no es bueno y, en cambio, el jamón es
delicioso?
Este es Clemente, my friend.
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