21.9.12

36. Todo es del color del cristal con que se mira

Les aseguro que me suelo rodear de personas higiénicas. He tenido que enfrentar algún capítulo olfactivamente atroz, pero en general no suelo pelear contra el hedor. Sin embargo hay algo que me sorprende, mucho, ahí donde esté. Y hoy voy a decirlo.

¿Por qué la gente por encima de los sesenta tiene siempre las gafas sucias? ¿Moda? ¿Dejadez? Pienso para mis adentros que deben creerse más miopes de lo que en realidad son. O que la vista cansada cansa. Cansa demasiado ¿Será porque prefieren no ver que la cosa se está poniendo de lo más fea? ¿Acaso cuando pasan los años prefieren recordar y no detenerse en los detalles de la realidad actual?

Ahí me tienen, siempre que puedo, hurtando esas gafas, sean de quien sean, y fregándolas con agua y jabón, receta insuperable de mi amigo Dani, gurú de la limpieza óptica. Y entonces, cuando los resquicios de grasa y vida se han diluido, descubro que además de sebo, las gafas atesoran multitud de rayitas. Definitivamente sí, debe llegar un momento en el que prefieres dar rienda suelta a tu intuición.



13.9.12

35. Cuando el cloro sabe a Moët

Abren en el barrio una piscina pública. De ésas para nadar. Ya no hay excusa, es barata y está aquí al lado. Mi conciencia se desplaza, se matricula y se dispone a empezar una nueva fase de vida. Como cada inicio de año, como cada inicio de curso. Nada que no os sea familiar. O ¿acaso no sois de ésos?

Tras unos prudentes días de adaptación a la idea y un proceso de interiorización, llega el día D. Con la bolsa meticulosamente preparada, con sus debidas y aterradoras lycras, salgo del 5º izquierda y ando cabizbaja hacia mi destino. Mentalización positiva. Hace un día estupendo. El edificio es precioso. El cerebelo, las contracturas y los músculos dorsales me lo agradecerán. Puede que incluso los glúteos. Si en el fondo, me encanta nadar. Me sentiré requetebien. Acabaré probablemente viciada a la clorina.

Llego. Me envaino los estéticos complementos del nadador. Observo. Escojo un carril, ni lento ni rápido y ahí me tienen arriba y abajo como si no hubiera mañana. Hasta que en uno de ésos momentos intermitentes en que, cual tortuga, saco la cabeza del agua: de repente el cloro empieza a saber a champagne. Sí señores, Boris acaba de entrar en mi carril como quién desciende de un podio. Sólo ha puesto un pie y ya las instalaciones han cobrado un áurea distinta. Lo que en otros queda ridículo, a él le sienta como un guante. ¡Viva! Quizá ahora sí, quizá ésta sea la definitiva. Probablemente no esté hecha para el deporte. Probablemente no tenga constancia ni fuerza de voluntad. ¡Pero quizá nadar con Boris era lo necesitaba para ser vigoréxica al fin!







11.9.12

34. La ley del deseo

Riño a mi hijo cuando suspira por lo que no tiene y pretende tronos que no son suyos. Cuando se atribuye unilateralmente la propiedad de columpios públicos. Cuando se fija en lo que le falta y no en lo que ya goza.

Pero de tal astilla, tal palo. Al inicio del verano, mi estación favorita, yo ya quería otoño. Secretamente ya deseaba chimeneas y hojas rojizas. Quería viajar a Escocia y al Mar del Norte. Mis ganas de lana ya empezaban a amanecer. Parezco estar programada por temporadas avanzadas. No por vivir de la moda ni para la moda. Ni por asomo. Lo mío es un avance de temporada natural, no comercial. Un apetito por el otoño de lo más innato.

O eso creo. Porque desde hace unas semanas, después de ver la fotografía que figura bajo estas líneas, ya no sé si en el fondo soy presa perfecta de publicista. Aunque mire pero no toque.