Ayer hablaba con mi tía. Sobre la vida, así como quien no quiere la cosa. Empiezas con algo muy concreto y acabas metafísico. Y de repente me dice, si es que todos los asuntos de la vida parece que hay que solucionarlos entre los treinta y los cuarenta. Y así es amigos. Cuanta razón. Nunca lo había analizado en conjunto. En esa década se concentran tus supuestas metas vitales, cual bote de leche condensada. Ésas que la gente del montón suele compartir. Ciento veinte miserables meses y lo has de tener todo resuelto. Triunfar en el mundo laboral, cada cual a su modo, y empezar a dejar de ser un pringado mal pagado. Encontrar a tu príncipe azul, tu princesa de la boca de fresa o en su defecto, alguien decente con quien hipotecarte. Perdón, éso era hace diez años. Alguien decente con quien alquilar. Y reproducirte, si es que quieres linaje. Una, dos o tres veces. Ya nadie se aventura a siete. Menuda agenda.
¿No podríamos dejar los treintas en remojo? Que durasen cuatro lustros por ejemplo. Iríamos con más calma. Quizá disfrutaríamos más del camino. Un biberón no te haría perder un afterwork. Un año sabático no tendría porqué ser incompatible con un futuro ascenso. Los segundos del reloj biológico durarían minutos. A los que saben de tecnología, si inventaron el programa 30 en remojo para las lavadoras, ¿no podrían importarlo a criaturas humanas? Conozco a muchos que se reprogramarían.