Llevo una vida entera
arrastrando trastos. Trastos estupendos, no crean. Pero trastos al
fin y al cabo. Cinco países, ocho casas, algunos añitos, muchos
amigos, novios y cierto síndrome de Diógenes cohibido. Por mucho
que creas en la autosuficiencia y en la reducción al máximo de las
necesidades, por mucho que te creas minimalista, recicles y busques cierta austeridad,
siempre hay pinchazos. Apegos emocionales por cosas absurdas,
adoración por los trapos, un chino en los bajos que te atrae como un
imán, mucho papel, facturas de los noventa o
simplemente recuerdos que temes echar a faltar.
En el 5º izquierda hay dos cajones, una librería y un armario que atraen la anarquía y el acopio. A pesar de inspecciones técnicas recurrentes. ¿No les pasa? No se engañen, aunque
los escondamos en cajas y cajones, aunque los asfixiemos en armarios
y desvanes, ellos, los objetos, siguen ahí. Siguen siendo activos en nuestra
cuenta corriente de cosas. Y por maltratados y olvidados en
algún fondo de algún lugar, por no alardear de ellos y
sacarlos a la superficie, estarán probablemente acumulando un mal
karma de vete con cuidado.
Como saben, cuando hay
cosas que me inquietan, me sulfuran o me preocupan, me dan arrebatos.
Impulsos potentes que me llevan a dedicar horas maniáticas a cualquier pequeñez,
con el objetivo de no centrarme en las desazones de mi
cerebro. Y como efecto colateral, poner orden en el caos. Pues bien, debe ser que
llevo incorporado cierto desasosiego a lo largo de esta estación
porque en pocas horas he acabado con parte de mi historia. Y me está
gustando. Pruébenlo. Sienta bien. Y hasta parece que has hecho dieta.
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