13.9.12

35. Cuando el cloro sabe a Moët

Abren en el barrio una piscina pública. De ésas para nadar. Ya no hay excusa, es barata y está aquí al lado. Mi conciencia se desplaza, se matricula y se dispone a empezar una nueva fase de vida. Como cada inicio de año, como cada inicio de curso. Nada que no os sea familiar. O ¿acaso no sois de ésos?

Tras unos prudentes días de adaptación a la idea y un proceso de interiorización, llega el día D. Con la bolsa meticulosamente preparada, con sus debidas y aterradoras lycras, salgo del 5º izquierda y ando cabizbaja hacia mi destino. Mentalización positiva. Hace un día estupendo. El edificio es precioso. El cerebelo, las contracturas y los músculos dorsales me lo agradecerán. Puede que incluso los glúteos. Si en el fondo, me encanta nadar. Me sentiré requetebien. Acabaré probablemente viciada a la clorina.

Llego. Me envaino los estéticos complementos del nadador. Observo. Escojo un carril, ni lento ni rápido y ahí me tienen arriba y abajo como si no hubiera mañana. Hasta que en uno de ésos momentos intermitentes en que, cual tortuga, saco la cabeza del agua: de repente el cloro empieza a saber a champagne. Sí señores, Boris acaba de entrar en mi carril como quién desciende de un podio. Sólo ha puesto un pie y ya las instalaciones han cobrado un áurea distinta. Lo que en otros queda ridículo, a él le sienta como un guante. ¡Viva! Quizá ahora sí, quizá ésta sea la definitiva. Probablemente no esté hecha para el deporte. Probablemente no tenga constancia ni fuerza de voluntad. ¡Pero quizá nadar con Boris era lo necesitaba para ser vigoréxica al fin!







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